¡Qué fácil es evadir a una persona en una conversación difícil! Antes creía eso. Ahora sé que es duro mantenerse callada y no expresar una opinión verdadera. Además de sufrir las consecuencias de la evasión, que nunca son livianas.
Alguna vez trabajé en una oficina gubernamental. Por dos o tres años tuve un jefe que se creía sacerdote. Casi casi se vestía con sotana, pero no. Los rumores de que salía a discotecas y vestía hot pants, nunca los creí. Un día tuve un desacuerdo con él y me llevó a su oficina con varios de sus consejeros. Una mesa redonda en la que yo era la única mujer. Yo me sentí aceptada, como si fuera parte del círculo íntimo que le acompañaba. ¡Al fin soy parte del boys club! ¡Y no me tuve que cambiar de género! Pero no. Sufrí un regaño a base de nuestro desacuerdo y yo no me quedé callada como mujer sumisa de alguna generación antigua – que lo pensé en algún momento: calladita, mejor. Los que estaban presentes se sorprendieron, porque no guardé el silencio que a veces me caracterizaba. Yo fui la más sorprendida. Hablé y di mi opinión – que al final no valió tanto. Aunque el jefe luego me llamó para disculparse por decirme mentirosa.
Triunfo de alguna manera, por haberme atrevido a hablar en medio del círculo. Total, como hice lo que no esperaban, jamás me volvieron a invitar a su club.