Hace unos días mi hermana Cristina me preguntó que dónde había publicado mi artículo de Navidad. “No he escrito nada de eso” le dije. Me pidió que escribiera de resoluciones de año nuevo o de cómo soltar la m***** (palabra que no deseo escribir aquí para que tú utilices la que prefieras. Lo dejo a tu imaginación).
Me he negado a escribir de resoluciones, porque son muchas las que he hecho y no he cumplido. ¿Para qué les voy a hablar de algo que yo hago a medias? Antes, más joven, hacía listas de compromisos y propuestas que quería lograr para tener una vida próspera y feliz. Muchas de esas resoluciones infantiles quedaban en la nada por falta de motivación. Otras veces, las circunstancias cambiaban y ya no tenía sentido seguir con ellas. Otras muchas, me cansaba antes de empezar.
¡Este año me propongo no hacer resoluciones! Sí, sé que la ironía es que eso es una resolución. Pero me gusta porque deseo obligarme a vivir en presencia cada día, observar el afán que me corresponda. Ya lo dijo una amiga de Charo: un día a la vez mi Cristo. Y eso es la vida, explorar intensamente los momentos que experimento. De esa manera suelto las ganas de que los demás se comporten como deseo que se comporten, que hagan lo que yo quiero que hagan. Soltar ese control me lleva a observarme, autoevaluarme y actuar de acuerdo a ello. Siempre actuar. Porque solo así podré ver si hay un progreso efímero o duradero, si puedo cambiar o conformarme, si puedo agarrar o soltar.
No creo que esta sea una idea revolucionaria, pero me gusta. Siento que no me limito a funcionar en una época específica, sino que me invito a existir y a actuar todos los días de mi vida. No solo en Navidad.
Perfecto para la ocasión!
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